jueves, 30 de junio de 2011

Miradas (otras miradas)

Por: Maré

La experiencia turística es maravillosa; nos expone a un papel de voyeuristas que nos permite inventar historias y sobre todo, creer que son ciertas.
Vemos a través de nuestros ojos, pero observamos desde nuestros mundos y desde allí apreciamos, juzgamos, nos sentimos más cerca o más lejos.

  
Pero no perdemos esa inmunidad que nos da el “ser turista”. Ese perdón por no ser del lugar y creer que uno entiende lo que pasa, cuando en verdad uno está afuera, muy afuera, apreciando una cáscara que alguien puso allí para hacernos creer que vemos y que entendemos. Cuando en verdad apenas podemos captar partículas de ese equilibrio obligado entre cantidad / tiempo disponible, que no es infinito y que reclama cierta urgencia al mirar.
Podemos hacer un juego –nos divierte, pero no nos gusta tanto-: hacer una larga lista de lugares y tildar (þ) aquellos por los que pasamos. Eso nos da un cierto alivio de deber cumplido (“¿fuiste a….?”, “me imagino que no te perdiste….”). Pero… ¿es lo mismo pasar por la puerta rapidito, que haber entrado y permanecido, mirando detenidamente? O… ¿Qué ocurre en el caso de llegar al lugar media hora antes de que cierre? ¿Se cuenta o no se cuenta, se tilda o no?



¿Y qué decir de ese “entender–como-vive-la–gente-aquí”. Subimos a un colectivo, leemos un diario gratuito, vamos a un sitio de moda o visitamos una casa amiga. Y entonces decimos que la vida en ese lugar parece más o parece menos (más o menos, ¿comparado con qué? ¡¡con nuestras propias vidas!!).



Nos llevamos a casa un “baño de entendimiento”, de creer que sabemos cómo es la gente allí, cómo se vive en ese lugar, pero apenitas vimos la punta de iceberg y no sé si alguna vez veremos más que eso.
La mirada turística nos conecta también –desaforadamente- con el arte. Nos convierte en asiduos cultores de museos y exposiciones a las que cotidianamente no iríamos. Nos coloca en el lugar de admiradores y expertos observadores de obras, algunas de las cuales nos provocarán inmensa emoción, reconocimiento, gracia, hasta temor y respeto; nos pondrá también en el contador número quichicientos de los miles de transeúntes que han pasado ese mismo día por allí. Y las obras de arte se estarán riendo de nosotros, pensando: - otro más, y van….
Pero nosotros no, porque creemos que somos diferentes y que nuestras miradas son particulares y únicas, que tenemos vivencias que ningún otro de los mortales podrá repetir.
En fin, que la mirada turística es como un gran cine continuado al que uno entra a ver que le cuenten una historia; y uno se deja encantar, sueña e imagina, y cree… cree que lo que ve es cierto….

Pero los museos cierran, las luces se apagan, la gente se va a dormir. 
Y quienes conviven día a día con esos objetos [1] que se nos ofrecen cual joyas, quienes pasan el trapo a los cuadros, limpian los baños de los museos, ven pedazos de telas pintados o “cachos” de monumentos que hay que correr de un lado a otro, paredes vacías que hay que llenar, pilas de cuadros que no se sabe dónde colgar, ciudades enteras que hay que limpiar, residuos de baguettes, pilas de cámaras de fotos, vasos de coca cola vacíos, puchos tirados, también encuentran por ahí algún sueño perdido, de algún turista que creyó encontrar el paraíso, ese día que tomó el barquito, que vio las luces encendidas, que se encontró cara a cara con esa escultura, que caminó por esas calles, que creyó que por un día, la vida era realmente bella.




[1] Gracias a la peli La Ville Louvre, dirigida por Nicolas Phillibert, 1990, que me permitió acceder a una mirada diferente…
Nota: Excepto la de La Ville... (levantada de un sitio) todas las fotos son de nuestra autoría. 

sábado, 25 de junio de 2011

Mundos de cine (IV)

El paso acelerado hacia aquello que de-ninguna-manera deberíamos perdernos: ése parecía el mandato parisino. Una adrenalina inútil, puesto que resulta imposible asir tamaña ciudad monstruo en una sola semana.
¿Qué material dejar afuera, entonces, en la mesa de montaje?
Falso dilema de todos modos, porque aunque camines mucho, poquito o nada (y la acepción de caminar incluye métro, taxi, RER o ascenseur), lo importante es lo que sale al cruce, lo que te desvía.

Como esa luz nocturna sobre el Sena, que me convirtió, por un rato, en fotógrafo postimpresionista.




O como el encuentro sorpresivo con uno de los gatitos dibujados en las paredes a los que Chris Marker había filmado, en Chats Perchés, acompañando o discutiendo el efímero retorno de las movilizaciones sociales a principios del nuevo milenio.


















                             (Supongo que dependerá de cada paseante el decodificar su sonrisa como optimista o irónica; a mí el felino me guiñó un ojo).


Ostranenie era, según nos fatigaban en la Carrera de Letras, un concepto con el que los formalistas rusos referían a percibir las cosas que nos eran familiares desde una óptica extraña. O algo así.
En todo caso, fue lo primero que me vino a la cabeza frente a este afiche francés visto al pasar de “nuestro” El hombre de al lado.




Y si de bifurcaciones se trata, caminando hacia el Moulin Rouge, fuimos abducidos por el Museo del Erotismo, un sitio mucho más estimulante que el legendario cabarute y cuya existencia ignorábamos; siete pisos que te llevan desde la reflexión antropológica hasta el goce sensual (que, como corresponde, no se puede explicar).

Botón de muestra: es conocido el término “petit mort” (pequeña muerte) para aludir al éxtasis post-orgásmico, pero nunca tan gráfica su conceptualización como en las esculturas de Jean-Marc Laroche.



(Sí, sí, también fuimos al Museo Rodin, pero intento dar cuenta de imprevistos caminos complementarios).


Sigamos con las penetraciones:
¿Alguna vez entraron a una obra de arte?



No estoy siendo metafórico sino literal, porque exactamente eso fue dejarse engullir por Leviathan, una pieza esférica, gomosa y monocrómica que ocupaba el 90% del Grand Palais.


Como estar en el útero-living de casa con otros compañeritos espermatozoides...






...decidiendo si nacer o morir.









Más Eros y Tánatos espolvoreando nuestros paseos. Monmartre, sus callecitas y ¡epa!: el Studio 28.


Dos amantes desesperados por fundirse en un solo abrazo mientras luchan violenta y físicamente contra todo aquello que intenta impedirlo, las instituciones desde ya (policía, iglesia, etc).
La película era La Edad de Oro de Buñuel, y ése era el cine donde se había estrenado con lleno total en 1930: una sala que no habría quedado en la historia si las hordas ultraconservadoras se hubieran abstenido de destrozar butacas y  arrojar bombas.

Hoy sigue proyectando producciones por fuera del pochoclerismo.
Mientras, una de sus vitrinas internas actualiza eso de que (los hechos de) las vanguardias terminan en el museo.



(No se pierdan  los últimos, conclusivos capítulos de esta saga errática. Buenas noches)

jueves, 16 de junio de 2011

Tiempo de Vélez

Por: Lucas Taskar


(NOTA DEL EDITOR: Esta semana interrumpimos la programación habitual. Es tiempo de Vélez y, al respecto, mi hijito escribió una nota que también funciona como regalo del Día del Padre)


¿Cuánto tiempo significan dos años?

Dos años es mucho tiempo. Son más cosas las que pueden cambiar que las que tienden a mantenerse. Trabajo, pareja, estudio, salud, auto, celular, ropa y la lista puede continuar, pero no hay duda de que es un período suficientemente amplio como para hacer que se muevan numerosas cuestiones de la vida. Es mucho tiempo…

¿Es mucho tiempo?

Para ser un poco más precisos, fueron exactamente 667 días desde aquél 5 de julio de 2009 hasta el 13 de de julio del corriente año.

Todo empezó con un Vélez campeón y termina de la misma manera, un simple primer indicio de que el tiempo se detuvo. Nuevamente un título fortinero me encuentra alentando desde las tribunas del Amalfitani, pero también -y como en el 2009- desde los tablones de todas las canchas del país, haciendo paréntesis del resto de mi vida para ver al campeón.

Domínguez, Papa, Razzotti, Moralez, Martínez, Cubero y Zapata vuelven a ser figuritas repetidas en este plantel ganador del Clausura 2011, cada uno con un protagonismo casi calcado al que tuvieron en el 2009. Gareca repite lágrimas de emoción por llevar al club del cuál es hincha a lo más alto, Bassedas revaloriza al puesto de Manager y Fernando Raffaini sigue estando al frente de la institución, que se mantiene como club modelo de Sudamérica.

El ferretero de Sarandí sigue al frente de la AFA (bueno, tampoco podemos pedirle milagros al paso del tiempo), la violencia en el fútbol no se modificó y el periodismo basura todavía busca agarrarse de otras cosas como para no poner a Vélez en un primer plano, aunque muchos tengan que agachar la cabeza y admitir que, sin discusión posible, somos los mejores.

La foto del 5 de julio de 2009 es la misma que la del 13 de junio de 2010: victoria frente a Huracán y vuelta en Liniers.

Parecería que dos años son muy poca cosa…

Sin embargo, no hay que engañarse: el tiempo pone todo en su lugar, sobre todo si hablamos de fútbol. El título de Vélez no hace más que confirmarlo.

Algunos intérpretes pueden haber cambiado. Ya no estarán Rodrigo López, Larrivey o Cristaldo, pero nombres como Silva, Ramírez y Augusto Fernández hicieron que no haya que extrañarlos demasiado.
De la misma manera, no había que esperar demasiado para que joyas juveniles como Ricky Álvarez o Tito Canteros mostraran el trabajo en divisiones inferiores de Vélez, como en el 2009 había sucedido con Nico Otamendi.
Que esta vuelta el que esperó en el banco haya sido Montoya y no Barovero, fue apenas una circunstancia del juego.




A veces, de tan claro que se ve cuál es la manera de hacer las cosas bien, uno, desde el lugar del hincha, no entiende cómo los directivos de todos los clubes no van por ese camino que lleva a un terreno firme y reconfortante. ¿O me van a decir que los presentes de Lanús, Godoy Cruz e incluso Argentinos Juniors no lo demuestran?
Y si no se convencen, vuelquen la vista hacia Nuñez, Boedo o Parque Patricios…

Cuando las cosas se hacen mal, no se puede esperar demasiado a futuro.

El hincha es siempre el que más sufre, el que se mantiene fiel a su equipo sea cual fuera la situación del mismo, el que- frase trillada pero siempre vigente – “da todo sin esperar nada”. No tiene sentido buscarle explicación al sentimiento, me niego a hacerlo, porque Vélez es parte de mi vida, desde chiquitito, ahora y siempre, y por eso hoy me encuentro feliz y gritando “Dale Campeón”, como hace dos años.

En la actualidad estoy incursionando en el mundo del periodismo deportivo, lo que requiere la difícil tarea de intentar dejar de lado el fanatismo para acercarse lo más posible a cierta objetividad. Sin embargo -y por todo lo mencionado-, incluso desde el lugar de (futuro) periodista puedo decretar una frase que me identifica como el fanático que soy: ¡QUÉ LINDO SER DE VÉLEZ!


Finalmente quería remarcar que el dueño de este blog es una de las personas en la que más se ha notado el paso del tiempo al que me estuve refiriendo. Porque ni su esposa, ni sus padres, ni mi hermana ni yo hubiéramos apostado que Vélez pasaría a ser, junto con sus libros y sus películas, cita obligada cada fin de semana.

Y aunque esto es un motivo por el cual mi padre y yo compartimos cada vez más alegrías, no puedo dejar de admitir la extraña sensación que me genera llegar todos los días a casa y, después de un saludo, escuchar su ya automática pregunta: ¿alguna novedad velezana?
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jueves, 9 de junio de 2011

Mundos de cine (III)


¿Qué es un cementerio? Un perímetro en el que se alinean (o se apilan) cuerpos muertos en cajas. Hay, según el poder de evocación que ejercen en cada quien, unos más bellos que otros; pero yo no tengo preferencias, una vez muerto, mátenme de nuevo y ahórrenme la inmovilidad rectangular.
Por otra parte, el recuerdo sentido del que se fue suele asaltarme, hacerse presente sin supeditarse a sitio alguno; entonces, excepto para acompañar gente querida y viva para la que sí es importante el tributo in situ, trato de eludir tales lugares.

Pero en Paris los cementerios son paseos, con su arquitectura, su diseño, y sus cadáveres famosos. Diga a qué intelectual quiere ofrendar y le diré a cuál dirigirse. ¿Existencialista?: vaya a Montparnasse, pregunte por Sartre; ¿nostálgico del rock psicodélico?: Jim Morrison (si es que en verdad murió) lo espera en Père-Lachaise.

¿Y si por un maravilloso juego dadaísta sacáramos a los difuntos célebres de su actual emplazamiento sin cambiar los nombres que figuran en sus lápidas? ¿seguiríamos venerando nichos ocupados por impostores?

Más allá de preguntas incómodas, lo cierto es que ante ciertas magias de la realidad -que afortunadamente acontecen-, la ironía se me desactiva:
En Monmartre, en una necrópolis atravesada por un puente de acero y regada de árboles, la tumba de Francois Truffaut, surgida al paso, me agarró del corazón.



¿Habrá sido el contraste de tanto sepulcro ornamentado con voluntad trascendental, frente al liso mármol que sólo portaba su nombre y sus fechas?
¿o la efervescencia súbita de los mil antoine doinel que yo mismo fui a lo largo del tiempo?
Aún lo ignoro; sí sé que busqué imperiosamente lápiz y papel: era escribir o se venían las lágrimas.




La piedrita y el texto, qué chicos se veían mientras me alejaba, y cuánto me conmovían en su insignificancia.
Con mi esposa nos preguntábamos, ¿qué designio misterioso había hecho que en la escala anterior a París eligiéramos ver, del abundante stock de películas cargadas en la notebook, El Hombre que amaba a las mujeres de Truffaut , que comienza con un cameo suyo en un cementerio.



La había visto décadas atrás en el SHA y sólo recordaba piernas femeninas que, deseables en su variedad, iban y venían ante la mirada del personaje principal. Pero es mucho más que eso, como descubrí esta segunda vez: partiendo de un entierro al que sólo concurren mujeres, El hombre… es un flashback sobre la vida de alguien que, como el Doinel de El amor en fuga, no puede sino amarlas a todas y parir un libro para rozar una explicación. Que el feo Charles Denner parezca más seductor que un, pongamos, George Clooney, no puede sino ser mérito del director.

Y ahora que lo pienso, hay algo ahí que puede ayudar a descifrar (aunque mucho no importe, en realidad) toda esa emoción a borbotones que me acometió frente a esa tumba de Monmartre. A diferencia de otros cineastas a los que uno admira desde la distancia que nos proponen sus obras, Francois Truffaut siempre nos resultó cercano y sus pelis profundamente afectivizadas. Yo viví en La piel dura, en La noche americana y en especial en el corto Antoine y Colette, ¿y ustedes?

Pero Truffaut murió y mi saludo no careció de tristeza.
Philip Roth, en un reportaje reciente, comentó: “no hay nada que te convenza más de la muerte que la muerte de tus amigos”.
Intuyo que tiene razón.
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miércoles, 1 de junio de 2011

Mundos de cine (II)

Aterrizar en Barcelona la semana en que coincidieron el fervor celebratorio por el Barsa y las multitudinarias manifestaciones contra el recorte en las políticas sociales nos alejó rápidamente, tanto a mi esposa como a mí, de la fría onda todo-bajo-control del sajón Edinburgo de donde veníamos.



Color, excitación, multietnia, y una oferta cultural que, si sos voraz, te pone al borde de la taquicardia, nos cambió el timing del viaje. Claro que con la ciudad y sus Gaudí ya había suficiente, pero cómo no intentar el trazado de un eje que en siete días nos permitiera pasar por todo lo que queríamos ver y caminar, del Barrio Gótico a Las Ramblas, de Montjuïc al Parque Güell, de Joan Miró a Antoni Tàpies. Y más aún.



De lo planeado a lo contingente, enganchamos justo La Nit dels Museus, el equivalente a nuestra porteña Noche de los Museos, y a pesar de la lluvia torrencial logramos llegar a dos: al de Picasso y al del Chocolate; ¿atenta contra nuestra imagen confesar que disfrutamos mucho más del segundo?



Pero esta casquivana apenas nos dejó raspar su superficie dionisíaca. Amable y sanguínea, Barcelona no quiso estirar la cantidad de horas que usualmente tiene un día, y por ello nos perdimos, por ejemplo, a Lee Ranaldo, el guitarrista de Sonic Youth, tocando y recitando poemas de su libro sobre el spam en Internet (!), en un Festival Internacional de Poesía organizado por la Generalitat de Catalunya que también incluía a la operística, gemidora (y un poco terrorífica) Diamanda Galas.
Sin embargo, la última noche antes de partir, Barcelona nos tendió una alfombra de mullida ensoñación hacia nuestro siguiente destino. Bah, en realidad no fue ella sino Woody Allen (sin Vicky ni Cristina).



Con mucho cuidado de no ingresar a un cine que la proyectara doblada al español -la mayoría de las salas, herencia cultural del franquismo- vimos Midnight in Paris unas pocas horas antes de llegar precisamente allí. Y fuimos felices, porque sentimos que había sido filmada para nosotros, para el momento exacto que estábamos por vivir.

Comedia romántica que a partir de un dispositivo del guión planea por todas las idealizaciones parisinas posibles, hay tanta joie de vivre en la película (conviviendo con su contracara amarga, el engañarse con que todo pasado fue mejor), que nos fue gozosamente inevitable recuperarla a lo largo de los siguientes días, mientras caminábamos por sus mismísimas locaciones.
Podría decirse, entonces, que en Paris estuvimos vagando a orillas del Sena con Owen Wilson, tomando café con Hemingway en Les Deux Magots, y visitando los jardines del Museo Rodin guiados por Carla Bruni.

Con todo, ni por asomo podía intuir los fuertes estremecimientos cinéfilos que aún estaban por acontecer y que iban a ponerle la frutilla del postre al viaje.
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miércoles, 25 de mayo de 2011

Mundos de cine (I)

No hay caso, adonde vaya me llevo puesto, sin apelación ni pido gancho.
Las guías turísticas y las recomendaciones podrán estructurar itinerarios posibles, sugerirme pasar del sitio A (fortaleza antigua) al sitio B (museo interactivo) y luego hacer un alto en C (el bistró con las mejores baguettes del mundo), que pronto la lógica azarosa de mi propio deseo termina borroneando los puntos prefijados. Y superponiéndoles otro mapa, personal, que resignifica el geográfico.


Honores reales.


Edinburgo posee la magia de lo medieval palpable en cada callejuela céntrica, y recorrer el trecho que va desde el Castillo rocoso que domina la ciudad hasta el Palacio de Holyroodhouse, con sus lujosos aposentos, su abadía derruida y su monumentalismo, es como pasear fuera del tiempo. Un único signo de modernidad explícita corta el encanto: un plasma en el salón más espacioso del palacete repite en loop el momento en que, hace más de una década, la reina invistió a Sean Connery con el título de Sir. No pude evitar sentir que lo que le reconocía era haber estado, como James Bond, “al servicio secreto de Su Majestad”, que el premio era menos para la persona que para el personaje.


El Filmhouse.


Comparar fotos de ambas ciudades lo metaforiza muy bien: en términos idiosincráticos, Edinburgo y Buenos Aires no pueden ser más distintas. Sin embargo, hubo un lugar en el que me sentí en casa: el Filmhouse, al que volví varias veces.

Ubicado en la Lothian Road, una de las avenidas más céntricas, es un poco cinemateca y otro poco club de encuentro. Su confitería, donde es posible deleitarse con unos bagels rellenos de salmón y queso filadelfia (había que decirlo), exuda libertad y tolerancia hacia todo tipo de parejas. A la vez, siendo sede del Edinburgh International Film Festival, uno de los más prestigiosos de Europa y con perfil cercano a nuestro Bafici, programa permanentemente ciclos demasiado apetecibles a los que complementa con muestras en museos.
La cuestión es que, entre afiches de El acorazado Potemkin y de Taxi Driver (cuyas versiones restauradas ya estaban coming soon), y un collage auditivo casual armado con fragmentos de conversaciones cinéfilas flotantes, de puro entusiasta y sin el menor sentido del pudor, me puse a charlar de películas con mimetismo a lo Zelig, impostando un improbable acento scotish.


GlobalizaSion.


Allí mismo, en un escritorio lateral respecto de la boletería, un punk de lo más pulcro promovía un interesante mini festival de terror de 96 horas continuadas llamado "Dead by Dawn", a llevarse a cabo en una de las salas. Momento kodak: la breve discusión que tuve respecto de Cold Fish, la última de Sono Sion a la que él adoraba y a mí me parece una degradación oriental de Los Perros de Paja.


¿De dónde te tengo?


En un día convenientemente lluvioso mi cuñado escocés y su familia nos llevaron a pasear a una zona un poco más lejana que, lo anticiparon, iba a gustarnos.
No se equivocaron: el Forth Bridge, un gigantesco puente ferroviario de acero que conecta el noroeste con el sureste del país y al que los británicos quieren proponer como Patrimonio de la Humanidad, gana en ensoñación cuando la neblina deja ver donde comienza pero no dónde termina.
De repente, la chicharra cinéfila empezó a atosigarme: maldito puente, te conozco, de alguna manera alguna vez atravesé tus rieles, sólo dame unos minutos…

Será tema de un (psico)análisis futuro el porqué de mi malhumor prolongado cuando no consigo asir un dato literario o cinéfilo que me bailotea en la punta de la lengua.
Horas más tarde, ya asumida la derrota, en medio de la cena en un pub y pensando en otras cosas saltó la respuesta como el arlequín de una caja de sorpresas: ¡el tren de Los 39 escalones! ¡Hitchcock!
Ahora, a las fotos que saqué allí, por más color que tengan, las veo en blanco y negro.

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miércoles, 11 de mayo de 2011

Apunte edin(burgués)

Difícil decidir qué ponerse. Aquí, en Edinburgo, cada día porta las cuatro estaciones, y una frase da cuenta de esta histeria meteorológica: si no te gusta el tiempo, esperá cinco minutos…
Que el grueso de la población fije su horario de cena a las 18:00 y a las 21:00 ya esté durmiendo (mientras afuera brilla el sol) tampoco ayuda a superar la extrañeza de unos visitantes porteños deseosos de aventura. Y todo es tan verde y silencioso que could be dangerous for our health.



Pero sólo es una cara de la moneda, la luz apenas deja entrever el costado Twin Peaks del asunto. Oxgangs, el suburbio sudoeste donde estamos parando, con sus edificaciones a repetición y su poco movimiento, sugiere –y nos han comentado al respecto- sórdidas historias de alcohol y drogas duras, hayan acontecido o no, que generan dudas en muchas familias a la hora de permitirles a sus niños elegir con quien jugar. Aún así, es un lindo barrio lleno de parques y buenos modales, a sólo 10 minutos del centro de la ciudad, donde están los castillos que nos hacen soñar.
Habrá barrios terribles seguramente inspiradores de las novelas de Irvine Welsh, pero a Oxgangs lo veo más bien como un lugar de clase media o media baja en donde el inglés Mike Leigh podría haber ubicado a los típicos personajes de sus películas, esos con trabajos intermitentes, afecto contenido y dificultad para relacionarse.



La mirada es turística y, lo admito, puede pecar de generalización. Sin embargo, ¿no es evidente, mientras se recorre Edinburgo, cómo su fisonomía expresa tironeos que sólo pueden ser políticos?
Como en todas las ciudades de la vieja Europa, los rastros palpables (y bien conservados) de siglos de historia conviven con la más desaforada hipermodernidad.
Lo particular aquí es que todo viene salpicado por una marca incómoda, la de la soberanía inglesa, presente en las banderas que flamean en los más bellos palacios. Y en primorosos comercios temáticos armados especialmente por la boda de William y Kate, algo que emboba a muchos súbditos y a otros indigna (“Nada que festejar: un casamiento al que no te invitaron y todos estamos pagando”).

Esta dialéctica que quise leer paseando por la ciudad se ha explicitado en las elecciones parlamentarias de hace pocos días:
El Scotish National Party, que quiere la independencia de Escocia y que ya venía con Primer Ministro en el gobierno, ganó por afano, sumo unas cuantas bancas y demanda ahora más poderes a Londres, sobre todo en lo que hace al manejo de su economía. Al Partido Laborista, su único rival con posibilidades, le fue mal, perdió asientos y –con esto hizo campaña- advirtió acerca del peligro del separatismo y la desprotección que podría padecer Escocia ante una crisis global sin el paraguas inglés.

Interesting, isn´t it?
Después de Egipto, Libia, Siria…¿¿¿Escocia???
Apenas podemos contener la ansiedad ¡todo nuestro apoyo a las Brigadas Revolucionarias María Estuardo!

martes, 3 de mayo de 2011

Way to Scotland


Asesinado Osama hace unas horas, hermoso día para atravesar tres aduanas.
Que es exactamente lo que a mi esposa y a mí nos tocó vivir en Sâo Paulo, en Heathrow y en Gatwick, desde donde estoy escribiendo ahora. Por un puro azar no damos con el physic du rol que, racismo de por medio, pone a todo sospechado de oriental a contestar demasiadas preguntas.

El próximo vuelo y nuestro destino final es Edinburgo, tenemos familia allí, y si bien hemos estado en Londres hace un par de años, Escocia nos resulta por completo una terra incognita.

Bueno, no tanto, sabemos que muchos de sus habitantes odian a los ingleses y que su Primer Ministro no es laborista ni conservador sino del Scotish National Party, que pregona por la autonomía del país (mientras el petróleo del Mar del Norte se legisla desde Inglaterra). Y un dato leído al sesgo: estamos llegando en semana de elecciones parlamentarias.

Por lo demás, y en plan de recabar nuestra pobre enciclopedia, nos viene a la memoria una de Los tres chiflados en la que Moe, Larry y Shemp eran detectives escoceses en un castillo cuyo dueño los convidaba con un añejo licor… ¡pero sólo permitiéndoles oler el corcho!


¿Qué más?

¿Encontraremos rastros del Edimburgo que plasmó Sylvain Chomet en su dibujado homenaje a Tati? ¿y yonquis maldiciendo la mala suerte scottish de haber sido colonizados por un Imperio decadente, como en Trainspotting?

Sí sé que voy a intentar localizar a Stevenson, a Conan Doyle y al Walter Scott de Ivanhoe, para agradecerles mi temprana pasión por la lectura cuando los conocí mediados por la colección Robin Hood y los libros juveniles de Iridium.

Y que voy a visitar el palacio de Holyroodhouse, donde reinó brevemente Katherine Hepburn (es decir: María Estuardo), y en cuya recámara presenció el vil asesinato de su secretario John Carradine (es decir: el italiano Rizzio). La película se llamó Mary of Scotland, la dirigió John Ford y no era un western.


Conque, suddenly, el blog pasa a estar intervenido por un viaje.
Y, como de costumbre, un mapa cultural inescindible de mí recubre las geografías y me las potencia en emoción.

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viernes, 29 de abril de 2011

10 epílogos a mi Bafici 2011

Casi dos semanas más tarde, y sin tiempos disponibles para desarrollar in extenso, algunos apuntes a manera de clausura “oficial”.



Respirar. Cena en el porche de casa, se escuchan hasta las estrellas. Invitados inesperados pero muy queridos asoman al frescor y arriman sillas. Hay mucho para hablar pero, a veces, un silencio cargado de afecto es más elocuente.
Que ese plano secuencia transcurra en Tailandia, lindante a la jungla, y que los que se acercan a la velada familiar sean fantasmas, espíritus presentes por obra de una rara magia de este mundo, es lo de menos: estuve allí, respiré con ellos.
El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, invita sin tironear a una realidad de dulces misterios ubicados en el corazón de la más rancia rutina, y si te enganchás, te enganchás. Apichatpong Weerasethakul es Lumière y Méliès al mismo tiempo.


Donde el rock vive. Un amigo me contó que, en uno de esos programas de boludeo mañanero en la Rock & Pop, Ernestina Pais y sus coequipers se burlaban del Bafici resumiéndolo como poco menos que un lugar donde la gente va y se clava unas iraníes aburridísimas. No sorprende. Es más fácil ningunear lo que no te molestás en conocer. Lo triste es enunciarlo desde un tono canchero que se pretende contracultural.




Otra vivencia física. En las antípodas del goce epicúreo de 13 Assassins, una experiencia de esas que se vive con todo el cuerpo. Pero nada de catarsis aquí, porque cuando acaba nos vamos bien contracturados.
Todo Essential Killing es la dolorosa fuga del héroe, de la aridez montañosa a la nieve quemante, acosado por perros de presa, helicópteros y “guantanameños” (defínase así a los militares que post nineeleven torturan en centros de detención). Hacernos sufrir por él cada minuto de hambre, balas, desprecio y frío, es el gran logro de esta película.
Iraquíes, afganos, y aledaños suelen limitarse a ser una masa indiferenciada de muñequitos a ser abatidos por el “Eje del Bien”: bienvenida, entonces, la ruptura del estereotipo.
Porque con Rambo nos han acostumbrado a empatizar, pero con un terrorista talibán…


Un cineasta precintado. Hay que andarse con cuidado, porque el consenso crítico es total: Godard está más allá de todo, en el cielo y con diamantes. Consignar humildemente en ciertos lugares que Film Socialism a uno le ha parecido un bodoque, una superficie digital sobrevolada por un tono solemne, implica el riesgo de ser excomulgado del colectivo imaginario “Los que saben de Cine” y que te manden a opinar al desierto.




Pinta tu aldea. Si About Elly, un thriller psicológico iraní muy por afuera de la imagen canónica que guardamos de ese cine, presentaba otra alternativa formal, más genérica e igualmente política por elevación, Nader and Simin, a separation, sumando tropos de melodrama familiar y de películas de juicio, consolida y sube la apuesta.
La trama de la separación de la pareja enhebra paso a paso, con guión de hierro y puesta en escena perfecta en su generación de ambigüedad, un paneo por los conflictos religiosos, de clase, de género y de administración de la justicia. Pero todo muy sutil, en medio del suspenso y de unos personajes a los que les creés y les desconfiás al mismo tiempo.
(Me vino a la cabeza Buñuel, su manera de cultivar lo sugerido para eludir la censura)
En un país donde un cineasta, filmando historias apenitas más explícitas en su crítica al poder, recibe barrotes y prohibición de seguir, la película de Asghar Farhadi puede pensarse como un camino posible.


Decepciones (1). The Shooting (1967) es el desglose de una trama básica de western (la persecución de un asesino por motivos de venganza a través de distintos escenarios, como en True Grit, la última de los Coen), rearmada con la distancia y la extrañeza de un cuento de Borges.
Two-Lane Backtop (1971) es la mejor película de carreteras porque, entre otras cosas, supera la necesidad de llegar a algún lado. Así, uno puede, simplemente, entregarse a la sensualidad motora de su discurrir.
Consciente de ello o no, Monte Hellman, desde una gloriosa clase “B” trascendía los géneros.
¿Que ambas se pasaron hace unos cuantos Baficis? ¿Qué la de esta edición, Road to nowhere, se mete con el cine negro? Alta expectativa por el regreso del veterano luego de veintipico de años sin filmar.
Pero ay, muchas muñecas rusas (la película dentro de la película dentro de la…) y un nivel asfixiante de autoconciencia en el relato y en los personajes, dos excesos que asolan demasiadas producciones, intentan -desde una mirada casi entomológica- hacer pasar por estudio de elementos genéricos lo que no es más que puro desangelamiento. Ni distancia ni cercanía. Nada.
Botón de rulo (autoconciente): el protagonista, un director de cine cuyas iniciales son M. H. filma –upalalá- Road to Nowhere y se la pasa mirando The lady Eve, El Séptimo Sello, El espíritu de la colmena, con comentarios de tipo: “fucking masterpiece”.
Ah, y el corte de cara de las dos actrices principales (rubia y morocha) remite irremisiblemente a Mulholland Drive de Lynch.
Se puede jugar una especie de Buscando a Wally cinéfilo con este artefacto. Seguiría quedando insípido, no obstante.




Decepciones (2). Otra que esperaba con ganas, a la luz de lo que había hecho su directora con el cuento clásico Barbazul. Pero la sutil perversión cedió lugar al manual de psicoanálisis.
La belle endormie de Catherine Breillat está inflada de conceptos que van para ese lado y que unos cuantos conocidos míos amarían interpretar.


Decepciones (3). La de Chad, Un homme qui crie, me defraudó; y si lo hizo fue porque a priori esperaba algo mejor.
Darrat, la anterior del mismo director contaba una historia de venganza adolescente a partir de una amnistía gubernamental; la increíble presencia del (no) actor protagonista, sumado a unas imagenes despojadas de embellecimiento de la miseria, lograban nuestra empatía genuina con su tremendo dilema moral. Hasta destilaba algo de las tragedias griegas filmadas por Pasolini.
Un homme… ya corrige la anomalía con, por ejemplo, primerísimos planos de personas llorando para la manipulación emocional del espectador y su inducción a la piedad. Chau, Mahamat-Saleh Haroun.


Películas argentinas. En relación al cine de nuestro país, el Bafici sigue funcionándome como el lugar virtual en el cual debates y polémicas me ayudan a decidir qué películas terminaré viendo durante el año (dentro de una oferta nacional mayoritariamente inocua). Conque, Yatasto y El estudiante: cuando las vea les cuento.





La Drôlesse, de Jacques Doillon. De aquellas en las que estuve, fue la función con menos espectadores.
A priori me sentía dos cosas: responsable por el amigo que me acompañaba -su crimen de lesa afectividad es su confianza acrítica en mi elección de películas-, e idiota por seleccionarla al solo efecto de tapar un viejo bache respecto al conocimiento de una filmografía. Las presuntas “deudas cinéfilas” ¿hay algo más absurdo?
Fuera reparo: La Drolesse paga con creces.
Un inmaduro joven pueblerino secuestra a una nena de 11 años y se la lleva a su buhardilla, allí conviven hasta que la situación llega a un límite y se termina.
No, esa sinopsis es demasiado aséptica y deja afuera a la propia película. Va otra vez: el joven inmaduro es casi un desocupado que hace changas, y en su deambular con la moto, le propone a la nenita preciosa que se deje atar, se oculte en su carrito anexo medio destartalado y deje que la lleve a su lugar, un altillo con cama, mesa y poco más. Allí, juegan a ser un poco hermanos, amigos y hasta matrimonio, uno con muchas reglas, de a ratos juguetón, de a ratos insoportable. Un mundo propio fuera del mundo, donde ningún adulto los reclama (cuando aparecen, son agresivos, indiferentes o meros ejecutores institucionales).
Pocos ambientes, muchas miradas. Senderos rurales descuidados. Ternura y tristeza. Sobriedad a la Bresson.
Surge la pregunta: ¿cómo se logra esa espontaneidad, que una nena actúe así?

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viernes, 22 de abril de 2011

Un poco más de Bafici: 13 Assassins (Takashi Miike, Japón, 2010)

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Actualmente hay mucho cine de acción muy digitalizado que, para hacer verosímil la eterna epopeya de unos pocos venciendo a unos millares, abusa de cierta fórmula bastante perezosa: planos rapidísimos que impidan deducir tanto la sucesión de golpes como la progresión de las peleas, música atronadora que contribuya al disimulo de lo ilógico (el metal calza muy bien), y una porción extra de ralentis místicos sobre la figura del héroe.
Luce posmodernísimo, eso sí, pero en el camino que propone este actual estándar formal cuya virtud y defecto es generarnos dosis industriales de adrenalina, algo vital parece perderse: una más humana empatización con los protagonistas de la aventura.

Por eso fue tan refrescante 13 Assassins.

A la manera del cine clásico norteamericano -el mismo que bebió Akira Kurosawa para transmutarlo en sus historias de samuráis-, cuenta sin prisa pero sin pausa la conformación de un grupo de 13 “asesinos” con el objetivo de obstruir el paso del perverso hijo del shogun por una región y sus aldeas.
Eso es su primera mitad, un cúmulo de expectativas y tensión en espacios cerrados; comienza con un harakiri inicial, continúa con el paneo por los efectos sociales de la crueldad sádica del “malo” (un nihilista fascinante), y luego cocina a fuego lento el plan de los samuráis vengativos. Hay ecos de Los 47 Ronin de Mizoguchi aquí.

Pero cuando ya nos hizo conocer sus motivaciones e identificar con todos y cada uno de ellos, nos empuja a una vivencia física y emocional: al combate codo a codo acompañándolos.
Es cuando la película se suelta la faja y nos da la bienvenida a la segunda parte:
¡A embarrarse!¡A eludir flechazos, palos, lanzas!¡preparen las espadas! !¡cuidado, atrás!¡accionen las trampas!
45 minutos de peleas que, a fuerza de planos, contraplanos y panorámicas de referencia …¡se entienden!
Y nos involucran.
La imagen confusa en el campo de batalla sólo aparece en forma eventual pero como efecto premeditado para generar suspenso (ejemplo: el polvo invade la imagen y no deja ver cómo sigue la cosa). Y si sentimos el suspenso es, sencillamente, porque nos importa el destino de los personajes.



La sombra que siempre acecha:
Un defecto de este realizador compulsivo llamado Takashi Miike es que aún en sus más logrados films no llega a sostener el ritmo en forma pareja. Como un bajón irrumpiendo la tensión lumínica, esperaba aquí también uno de esos pozos de aburrimiento de los que –le conozco las mañas- termina emergiendo gracias a una sorpresa truculenta o a una secuencia imposible por lo virtuosa.
No ocurrió, lo cual es aplaudible y rarísimo.
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domingo, 17 de abril de 2011

Bafici: Football Is God (Ole Bendtzen, Dinamarca, 2010)

Por: Lucas Taskar



(NOTA DEL EDITOR. Una certeza: nada que implique fútbol le es ajeno a mi hijo Lucas. Y se vino para el Bafici...)



No era ninguna casualidad que de los 15 films del BAFICI para los que mi papá había comprado entradas me quisiera sumar justo a éste. A decir verdad, si yo hubiera rechazado el ofrecimiento, probablemente las entradas de mi viejo habrían sido 14.

Football is God, dirigida por el danés Ole Bendtzen, recorre la vida de tres personajes bien argentos cuyas cotidianeidades giran alrededor del fútbol, más precisamente en torno a Boca Juniors (y en uno de los casos, con acento en Diego Maradona).

Apuesto que el mismísimo director podría ver la película una vez más y seguirse sorprendiendo por lo que muestran y cuentan los tres protagonistas. O que cualquiera de las obsesionadas y extrañas criaturas que encuentran año a año en el festival su (único) lugar en el mundo, luego de animarse con Football…, terminó saliendo vacía de cine pero llena de entendimiento tras haber visto, acaso por primera vez, imágenes de la pasión desmedida de los argentinos por el juego de pelota.

Bah, en realidad alcanza con que cualquier espectador sea europeo, asiático o de cualquier otro lado excepto Sudamérica para que, ante lo que aparece en pantalla, su concepción del hincha argentino, e incluso de la mismísima Argentina, cambie drásticamente.

La gran mayoría de los que estaban en la sala, vieron algo que ya conocían bastante.
Yo vi una trama que se repite en mi vida, por lo menos, una vez por semana.

Hernán, el fanático de Boca que da inicio a la película quebrándose hasta las lágrimas recordando un gol de Mastrángelo, está en todas las canchas del fútbol de nuestro país. Y cuando digo en todas, es en todas. Que el hombre se quede sin aire cuando Palermo le hace un gol a River o que todos los recuerdos de su vida estén guiados por sucesos tales como “el tiro libre de Riquelme en el minuto 41 y medio del segundo tiempo en Brasil” son cosas que pueden sucederle a una gran mayoría de las personas de nuestro país, sin importar los colores de la camiseta.

La película muestra también a Hernán concurriendo al psicólogo y tratando su fanatismo como un problema. Este acto sí sería un caso particular, pero a mí me parecieron escenas sobreactuadas y armadas específicamente para forzar algún entrecruzamiento entre la vida de un fanático argentino con la de otras personas que necesitan contar sus problemas. No estoy diciendo que el fanático sea un extraterrestre sin puntos en común con el resto de la gente, ocurre que, puntualmente, la psicología suele ser un bicho raro en el mundo del fútbol.

Deben existir también miles de setentonas argentinas como “La Tía”, la señora que se preocupa intensamente por la salud de los jugadores xeneizes (además de convidarles caramelos), y que le compra al cumpleañero Palermo un calzoncillo importado: el hecho de que le pida vérselo puesto ya suena un poco exagerado.

Y ni hablar de la cantidad de gente que debe seguir los pasos de Pablo, el joven de bajos recursos económicos que vuelca su vida a la adoración por Maradona, al que lleva tatuado en el pecho y del que se siente más cerca formando parte de la Iglesia Maradoniana.

Pero es probable que no existan holandeses que hagan lo mismo con Johan Cruyff, o alemanes con Beckenbauer o Mueller. Tampoco ingleses con Bobby Charlton y no creo que en el futuro veamos portugueses “dejando todo” por Cristiano Ronaldo (como ni ahora ni nunca lo deben haber hecho con Eusebio). Sí podría existir una devoción por Pelé en Brasil…

De la misma manera, la casi totalidad de señoras del resto de los continentes transitando sus últimas décadas no se ocuparían de rezarle a algún dios para que gane el Barcelona, el Chelsea o el Milan. Y jamás se les ocurriría hacerse conocer como “The Aunt”, más bien seguirán siendo “Margaret” o “Laura”.

En síntesis, la película muestra una identidad, la del fanático argentino, ése que casi todos nosotros registramos. El director Ole Bendtzen, de quien no conozco absolutamente nada (bueno, en verdad no conozco nada del 99,9% de los directores), logró con apenas tres ejemplos mostrarnos mucho de lo que somos. Personalmente sé que eso es lo que somos y creo que la mayor proporción de la sala -entusiastas cantitos futboleros incluídos- lo sabía.

Es por eso que esa gran proporción, dentro de la cual estábamos los cinco compañeros de salida, eligió reírse a deprimirse . Yo por lo menos le guiñé un ojo a la pantalla y direccioné un mensaje hacia Dinamarca: “nos sacaste la ficha hijo de puta, acá te bancamos todos, pero ojo con lo que hagas con esta película, preferiríamos que no se relacionara al argentino con el ridículo”.

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miércoles, 13 de abril de 2011

Bafici: Cave of forgotten dreams (Werner Herzog, Francia, 2010)


Que en 1994 una expedición de espeleólogos, deslizándose por húmedos recovecos del Sur francés, haya descubierto una caverna lacrada milenios atrás por un derrumbe, y que ésta atesore, entre estalactitas y fósiles, la más antigua "colección" de pinturas rupestres, puede ser un hallazgo muy interesante (en el sentido de la revista de divulgación científica Muy Interesante, claro).
Y generar para el cable uno de esos documentales didácticos y solemnes sobre "la herencia de la humanidad", concepto que, a fuerza de sismos y tsunamis, se nos desinfla un poco.

Afortunadamente, tal documental no existe. Aunque la produzcan, entre otros, el Ministère de la Culture et de la Communication y el History Channel, bienvenidos a otra película de Werner Herzog.

Lo cuál equivale a decir que los discursos positivistas van a sucumbir ante lugares filmados como si no fueran de este mundo, y que un tono de voz inconfundible va a trascender sus funciones narrativas para mecernos en el más dulce inglés que pueda hablar un alemán.

Sí, algunos somos un poco incondicionales, lo admito.

Sumemos argumentos, entonces: está el cello atonal de Ernst Reisiger impidiendo racionalizar del todo, hebras de ficción especulativa disparadas por pinturas rupestres de volumen y perspectiva sorprendente (respecto de las muy chatas de las cuevas de Altamira, según apuntó un amigo).



Y un conjunto de investigadores multidisciplinarios, animalitos obsesivos si los hay, cuyas estrafalarias actitudes, cuando aparecen, siempre están filmadas con cariño.
El tipo que arma una rudimentaria flautita vegetal igual a una supuesta del paleolítico… y se pone a tocar el himno de los EEUU;
el que intenta demostrar, con escasa puntería, la efectividad “comprobable”de las flechas primitivas;
o ese perfumista que, luego de interpretar lo que olió en la cueva, no puede evitar inflarse al mencionar que fue Presidente de la Asociación de Perfumistas de Francia.

Un sutil humor que pone el dictamen cientificista entre comillas.
Como cuando el astrónomo (creo que en The Wild Blue Yonder), luego de llenar una hoja de rotafolios con fórmulas incomprensibles tendientes a “explicarnos” algo, se manda un estornudo que es la vida misma, que lo humaniza.



No obstante sí, Cave of forgotten dreams luce más seria, más llena de palabras, hasta un poquito solemne si quieren, menos lunática que, por ejemplo, Encounters at the end of the world.

Pero la luz con la que pinta paredes cavernosas, esos dibujos paleolíticos pensados como proto-cine, la escucha del silencio y los latidos del propio corazón, el 3D bien atemperado…
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domingo, 10 de abril de 2011

Bafici: Tournée (Mathieu Amalric, Francia, 2010)

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Mujeres grandotas, descomunales, espontáneas, carnales: dan ganas de perderse en ellas. Cuando el plano las junta, además, sus amplios rasgos subrayados por el maquillaje inundan la pantalla hasta llevarla a una viva abstracción que exuda sexo y estridencia.
Son un poco Anita Ekberg en la Fontana de Trevi - diosas a adorar-, y otro poco unas tías mayores divertidas con sonrisas que connotan tristezas bien guardadas.
Con la alegría del impudor, si buscan una pija con patas la consiguen (luego, a contarlo a las colegas y a otra cosa); si crean nuevas rutinas para su burlesque piden la opinión de su manager pero, literalmente, son dueñas de sus actos.
De hotel en hotel por ciudades francesas, sus esperas no son pausas aburridas hasta el momento de la performance sino la oportunidad de reir juntas, ligar con alguien, colarse en un casamiento, diseñar vestuarios soñados, ver qué hay afuera.

(Tournée es, en este sentido, el perfecto antídoto contra el spleen que ya es cliché de estilo en Sofía Coppola).

¡Hay que poder contener a estas mujeres! ¡y hay que amarlas mucho para filmarlas así!
¡Queremos tanto a Mathieu Amalric!

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sábado, 9 de abril de 2011

Bafici: Un equívoco

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Hace muchas ediciones del Bafici la historia de un tipo que vivía de manera intermitente (no, no es una metáfora de nada: al final del día desaparecía del mundo hasta 24 horas más tarde), me había cautivado.
Tal premisa fantástica en medio de la cotidianidad más chata hacía de Les Jours Où Je N'existe Pas una comedia de ribetes existencialistas, de esas que, por elevación, nos hablan acerca de cómo optamos vivir en el poco tiempo que nos regaló aquí vaya uno a saber quién.
Y la película no era sólo la originalidad de su guión, había un director que sabía cómo contar; ¿cómo eludir Copacabana entonces, la que le programaban este año, encima con Isabelle Huppert?

Pero, ay, me falló el chip, y tarde me di cuenta de que había superpuesto en el cerebro a Jean-Charles Fitoussi (el de la recordada), con Marc Fitoussi (el de la que terminé viendo). Bueno, como profieren algunos relatores de fútbol ante la pifia de un jugador: puede pasar; con un apellido como "Weerasethakul" seguramente no me hubiera ocurrido.

Mi error me costó comenzar el festival con una que parecía producida por Polka.
Estética televisiva, situaciones con abuso de plano y contraplano, estereotipos, moralina final. Técnicamente prolijísima, eso sí, aunque este Fitoussi no siempre la pegue con el timing.
Copacabana, con su trama tantas veces vista -madre medio inmadura que hace todo por su hija pero la averguenza- posee, no obstante, un as en la manga: Isabelle Huppert, una actriz inmensa que acá, fuera del registro "perverso" a lo Haneke o a lo Chabrol, con su sola mirada o apenas caminando, es capaz de trascender la chatura argumental.

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